Por Anónimo (sin pelotas todavía)
La mujer se llama Rosalva, con "v" pequeña. Tiene sesenta años. Está sola.
Tenía un marido, dos hijos.
Vivían bien. No eran felices pero vivían bien. Tenían propiedades en distintos lugares del país. Incluso una casa en Miami. Una pequeña empresa. Un comercio en el centro de la ciudad que ella administraba.
A los hijos, cuando cumplieron la mayoría de edad, los fueron mandando a EE UU a estudiar inglés. El menor se quedó. El mayor regresó y estudió administración de empresas en una de las universidades privadas más importantes de la capital. Pensaban en el futuro. Duele admitirlo, pero pensaban en el futuro. Tenían planes. Tenían sueños. Un retiro cómodo. Sin preocupaciones. Irse a la casa de Miami. Pasarse la vejez allí. Recibir visitas esporádicas de los hijos, los nietos. La empresa familiar a cargo del prometedor hijo mayor que había regresado. Un lugar adonde llegar en Nueva York, en el apartamento del hijo menor en Manhattan. Esa sería la triangulación de sus sueños. Sencilla. Simple. Poco pedir para un par de vejetes que trabajaron toda su vida e hicieron una modesta fortuna. Caracas - Miami - Nueva York. Sin sobresaltos.
Finalizaban los noventa.
Una década sinceramente floja, adormecida, pese a juicios a presidentes, golpes de Estado, cierre de bancos, terrorismo. Muy distante de la bonanza que en los setenta habían aprovechado para asegurarse un futuro próspero en este país de ires y venires, en este país que se balanceaba sosamente como un barco en alta mar.
Finalizaban los noventa, insisto, y ya Rosalva y su marido sabían que pronto les llegaría el tiempo del retiro, que podrían finalmente descansar y viajar y conocer el mundo sin preocupaciones, como habían soñado de jóvenes. Pero eran un par de aventureros demasiado cautelosos. Esperaron y esperaron. Finalizaron los noventa y sólo entonces empezó la verdadera angustia. Defender las propiedades. Sortear la escasez. Defender las propiedades nuevamente.
El marido de Rosalva se fue a Guárico, a instalarse en la finca, a ponerla a producir como nunca para mantenerlos a raya. Todas las noches telefoneaba a su mujer. Le contaba que no podía dormir. Que se despertaba a mitad de noche empapado en sudor, sofocado, asfixiado. Tragado por la oscuridad. Se daba cuenta de que el aire acondicionado no funcionaba. Se daba cuenta de que no podía encender la lámpara. No había luz. Compró velas, las guardó en la gaveta de la mesa de noche. Cuando despertaba en la madrugada encendía la vela y ya no podía volver a pegar un ojo en toda la noche. Permanecía alerta. Sabía que en cualquier momento podían llegar, le decía a Rosalva.
Su hijo menor había tenido que volver al país. La ayudaba a atender el negocio. No dormía con ella, sino en la casa de la playa, a hora y media de la ciudad. Todos los días se levantaba temprano, antes de amanecer, y se iba a la ciudad a abrir el negocio. Cuando llegaba en la noche daba varias vueltas en la manzana antes de abrir el portón y estacionar el carro. Tenía que estar alerta. Tenía que evitar que cualquier movimiento sospechoso se le pasara por alto y lo agarraran desprevenido. Luego entraba a la casa y con una pistola en la mano hacía varias rondas en todos los cuartos, la cocina, la sala, el lavadero, el jardín. Antes de acostarse volvía a hacer lo mismo. Verificaba que todo estuviera bien cerrado y luego se iba a su cuarto, encendía el televisor en un volumen muy bajo y miraba TV hasta quedarse dormido, con la pistola bajo la almohada, sin seguro. Engatillada.
El hijo mayor vivía con su novia en el pent-house que tenían en la capital. La chica pasaba todo el día encerrada mientras él estaba fuera manejando la empresa familiar. En la noche, cuando llegaba, no tenía humor para nada. Solamente cenaba y luego se pasaba una hora hablando con su madre por teléfono. Un día la novia se fue. Él no se dio cuenta sino hasta una semana después. Estaba muy preocupado por su madre. Ella le contaba que se sentía muy sola. Que a pesar de tener tantos años viviendo así se estaba empezando a sentir muy sola. Que estaba cansada. Que quería descansar. Que ya no iba todos los días al negocio y que cuando se quedaba en casa bebía, bebía demasiado. Que Yoliver, la muchacha que la ayudaba en la casa, se había preocupado y se había trasladado a vivir con ella durante la semana. Yoliver era una muchacha muy buena y la ayudaba con todo y ahora le había dado un cuarto en la casa. Pero los fines de semana Yoliver se iba a su casa y ella se sentía muy sola. Y bebía y bebía. La necesitaba, no podía ya con tanta soledad. Y el hijo mayor asentía, le deseaba buenas noches y se iba a la cama. Tranquilo. Tenía años sin ver a su madre, pero ella entendía, la situación.
El tiempo pasaba. Finalizaba otra década.
Un día, hablando con su madre, ésta le confesó, con la voz quebrada, que hacía meses que su padre no la llamaba. Que tenía miedo de lo que pudiera haber pasado, pero que no podía hacer nada, que no podía salir de la casa porque ya Yoliver había traído al esposo y los niños. Y tenía miedo de salir y que al volver… Que se pasaba el día bebiendo, que ahora mismo estaba bebiendo, que Yoliver siempre le compraba las bebidas, que se las llevaba al cuarto, que ya ni podía salir del cuarto porque estaban los niños por toda la casa, o los amigotes del marido bebiendo y jugando cartas. Y ella sólo podía tolerar eso bebiendo. Bebía todo el día en el cuarto, mirando las noticias, esperando la noticia de la finca de Guárico.
Yoliver le llevaba la comida. Siempre preparaba lo mismo, pero no se podía quejar. Yoliver, después de todo, se preocupaba por ella. Su hijo mayor le dijo que iría el fin de semana siguiente a ver qué pasaba con su padre, que también pasaría por el comercio del centro, porque hacía años que tampoco el hijo menor telefoneaba, y que luego iría a verla a ella. Esa semana el hijo mayor no volvió a llamar y Rosalva se quedó esperando su visita, las noticias de cómo andaba todo. Y pasó el fin de semana. Y pasó el siguiente. Y ya nadie llamaba a Rosalva.
Sí recuerda que un día oyó un alboroto. Un alboroto particular, distinto, que se diferenciaba del alboroto constante en que vivía la casa. Hubo muchos gritos, golpes. Incluso creyó oír, pero esto no era sino una suposición —porque tampoco era para tanto, Rosalva, qué imaginación, tú siempre con tus cosas, Rosalvita, eso es de tanto beber—, un disparo. Un disparo, Rosalvita, de dónde sacas semejantes cosas. Eso fueron los niños jugando, seguro. Algo se caería. Y luego, esa noche, más tarde de lo normal, entró Yoliver con una cara de terror a traerle la misma comida de siempre. Y Rosalva comió y esa noche no pudo dormir nada. Ni un minuto. El teléfono tenía semanas sin sonar. El canal que veía ya no estaba. Así que Rosalva bebió toda esa noche. Bebió como nunca que es decir bebió como siempre. Pero esta noche era distinta. Rosalva estaba tranquila. Bebía. Ella sabía que llegaría pronto. Así que esperaba con paciencia. Pronto llegaría, pronto se la llevaría también a ella. Y amaneció, y llegó una tía de Yoliver, y Yoliver le pidió la cama para su tía, y Rosalva accedió con una sonrisa, con el trago en la mano, y se sentó en una silla junto a la cama, con el televisor encendido en un canal sin imagen, sin sonido, que Rosalva contemplaba fascinada desde hacía meses, quizá años. Ya no sabía.
4 comentarios:
Que triste esta vaina, real, duro triste, así como para quedarse viendo fascinado un televisor que parece un espejo, todo negro. Qué vaina tan dura... Me gustan más los de chistes y los de conspiraciones que esta realidad que nos jode a todos.
Buen cuento. Esto es ver como el futuro empeora, uno espera, se sienta a esperar y ve como todas las ilusiones todas las riquezas se esfuman, como todo se ve tragado como por un hueco negro, asi es la realidad a veces. Pero no hay que quedarse sentados a esperar, hay que correr prescindiendo de todo y huir de ese hueco, hacerle el amague a la realidad.
Bien manejado el recurso de eludir nombrar a los tomistas y mantenernos en la tensión expectante. Al final resulta que siempre estuvo dentro de nuestras casas: yoliver.
Excelente!!
Absurdo!!
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