Se desplaza con pasos vacilantes por toda la avenida Bolívar, mira por un momento las sombras que proyectan las lúgubres torres de Park Central en la amarillenta acera, suspira y sólo atina a apurar el paso.
Hace frío, pero el apremio que de repente le invade ante la oscuridad que se acrecienta le hace tomar un paso más brioso, semejante a los de aquellos días, que no volverán.
Recuerda, mientras cruza la solitaria arteria vial, los días de intensas jornadas, de operativos audaces, cierres victoriosos de lugares donde la grosera plusvalía ponía en riesgo el bolsillo de quienes hoy lo vituperan, lo observan con sorna, lo señalan con el dedo, con una atisbo de sonrisa compasiva ante su retirada, como si siempre hubiesen sospechado que era corto su paso de vencedores por la epopeya famélica que se le había encomendado.
El comienzo del inevitable fin fue aquel día en el cual, oyendo el radio bemba que se había colado furtivamente en la corporación de la gualda vocal, la tomó por asalto, bien acompañado por los flashes y las cámaras que ayudan a encontrar, nariz a nariz, con la realidad verdadera, y anunció la derrota definitiva del adversario que con su verbo cachaco, amenazaba dejar seca la cornupia de la prosperidad y abundancia que ya, dentro de poquito, se derramaría sobre el suelo nativo.
Luego sólo recuerda en su celular unos gritos destemplados, el corre corre en las oficinas en donde otros, como él, desencajados, incrédulos, constatarían lo que ya era inevitable.
Vuelve a tener contacto con la realidad circundante al tropezar con una mujer que se le queda mirando y murmura a su acompañante: es él, el mismito, vale. Desvía la mirada al sitio ante el cual se ha detenido, tiene hambre, entra, se acerca al dependiente y le dice: dame una con queso amarillo y mantequilla, pero le sacas la masita. El muchacho secamente le contesta: no hay mantequilla, camarita. Él insiste: entonces dame una reina pepiada. El otro, sin mirarlo, contesta: pollo no hay. Cansado, con el hambre pareja, se rinde y termina por conformarse con una viuda, con café, sin leche. Luego rápido sale, terminada su modesta cena.
Mira al cielo despejado, suspira, el frío ha arreciado, con paso cansino se aleja, sin mirar atrás. La luna nueva, redonda, con su cara blanca y lisa, como una arepa, parece observarlo.
3 comentarios:
Cualquier parecido con la realidad..., triste final para tan gris funcionario ; cuando veas las barbas de tu vecino arder...
Esta proliferación de anónimos me parece preocupante.
La paranoia nos consume, o alguien nos está jugando una broma. En fin.
Los anonimos aumentan en la medida que el miedo y la necesidad de andar en guantes blanco ( que no son las mentadas manitas blancas que dice el Impresentable) ha derivado en esta triste forma de opinar o de hacer llegar , al menos, un comentario
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